¡A linchar negros ladrones!
Tardó pero llegó. Era cuestión de tiempo para que nuestra clase media contrafrente y ahora también adepta de la «justicia por mano propia» empezara a relacionar la Asignación Universal por Hijo con los linchamientos. La lógica que utilizan nuestros compatriotas del medio pelo para hacerlo es sencilla: el Estado mantiene a estos vagos con la plata de nuestros impuestos y encima los muy negros nos vienen a robar, a morder la mano que les da de comer. ¿Cómo pretenden que no los linchemos? ¡Se lo merecen! ¡A linchar negros ladrones!
Pero lo peor de todo es ver algún compañero por ahí tratando de defender las políticas sociales del Estado argentino con el argumento, falso, por cierto, de la caridad. La AUH no es caridad ni mucho menos, es una política de Estado que no depende del humor de quien da ni del «buen comportamiento» del que recibe. No tiene condiciones más que las socio-económicas en cada caso, establecidas por ley y no por el capricho de este cura o de aquel filántropo. Para la caridad están la iglesia y las ONG evasoras de impuestos. El Estado hace otra cosa.
¿Y qué hace el Estado? Pues defiende los intereses de la sociedad. La AUH en Argentina, el Bolsa Familia en Brasil, el Juancito Pinto en Bolivia y los demás programas sociales por este estilo en toda la Patria Grande son del más alto interés para el conjunto de nuestra sociedad. ¿Cómo? También es muy sencillo: debido a que estuvo abandonada por décadas y hasta por siglos, una parte de la sociedad es hoy absolutamente incapaz de enfrentar el mercado, no tiene la cultura ni la capacitación mínima necesaria para hacer aquello que el capitalismo espera que haga, es decir, trabajar. Son los llamados «excluidos», gente que subsiste en los márgenes de la sociedad y no tiene perspectiva de salir de allí.
Ahora bien: una persona tiene que comer, aún siendo un excluido, un «negro de mierda» sin posibilidad de reintegración a la actividad económica, pues el mecanismo de preservación propia y de los suyos es lo más fuerte que tiene. Seguramente, por ello, no se sentará en el cordón de la vereda mientras ve morir de hambre a sus hijos. Todo lo contrario: saldrá a procurar los medios necesarios para su subsistencia. Si no los puede obtener por el trabajo, es lógico que lo hará mediante aquello que los códigos penales de las democracias burguesas llaman vulgarmente «delito». En una palabra, saldrá a robar. Al no educarlo, no alimentarlo, no vacunarlo ni darle asistencia sanitaria adecuada por generaciones, la sociedad no le ha dado alternativa. Tiene que salir a robar y no es arriesgado decir que está bien que lo haga, pues mal sería si se dejara matar de hambre pasivamente.
Por lo tanto, esa noción del sentido común pequeñoburgués de que las políticas sociales del Estado no sirven para disminuir la delincuencia no sólo no se corresponde con la realidad sino que además es peligrosa. Sin las políticas sociales no tendríamos solamente a los delincuentes de siempre: también habría una masa de hambreados y desesperados intentando ser delincuentes para llevar el pan a la mesa. Tendríamos a gente honesta y pacífica aventurando a robar carteras o a invadir viviendas por no tener absolutamente nada qué comer en casa. Entonces sí, los que hoy por una parte salen a hacer «justicia por mano propia», y por otra abominan la solidaridad, verían el resultado de su propio egoísmo materializado en una situación de guerra civil permanente que nos llevaría de vuelta al feudalismo medieval. Los integrados viviendo entre muros y los excluidos tratando de entrar.
No está demás pedirles a los compañeros que hagan una defensa más elaborada de las políticas sociales, no vaya a ser cosa que terminemos dándoles a los fascistas egoístas y violentos el argumento que necesitan para reemplazar al Estado por la Santa Inquisición. Esto es lo que buscan.
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