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Los invisibles del pueblo



Es muy fácil verse corrido por izquierda en estos días de confusión, sin lugar a dudas. Y más aún cuando se quiere discutir la revolución con el sentido común actualmente vigente. Incluso cabezas que se quieren bien pensantes suelen caer en lugares comunes pequeñoburgueses y, cuando se les pregunta qué y cómo debe ser un proceso revolucionario, dicen no saberlo, aunque no dudan asimismo en afirmar estar seguros que «eso» no es revolución.

Eso que se discute simplemente «eso», en su manera quizá un tanto despectiva de señalar es nada menos que la Venezuela de Hugo Chávez. No es revolución, es reforma burguesa. En todo caso un permanente pan y circo populista que no conduce a la revolución, dicen. Pero no dicen qué cosa es la revolución, haciendo una suerte de proposición negativa cerrada sobre si misma y que no aporta demasiado al debate.


No es difícil, sin embargo, darse cuenta que se trata aquí de una cuestión de perspectiva de clase. Esas cabezas pensantes que niegan el carácter revolucionario de la Venezuela bolivariana suelen estar apoyadas sobre cuerpos bien nutridos y formadas por una educación de calidad, patrimonio hasta ahora exclusivo de los pocos privilegiados que se cuentan entre nosotros. Las cabezas pensantes y educadas, con sus cuerpos bien alimentados y cultivados, nunca han sabido lo que es ser invisible: siempre fueron protagonistas en la sociedad y no pueden comprender cómo se siente caminar por la vida y no ser visto.

La compañera panelista del programa de televisión 6-7-8 Mariana Moyano nos cuenta una interesante anécdota, con la que se puede ilustrar perfectamente esta idea de la invisibilidad popular. Dice Moyano que, en ocasión del golpe de Estado que se intentó llevar a cabo para derrocar a Chávez en el año 2002, se reunían los golpistas en el recientemente usurpado Palacio de Miraflores, en Caracas, para decidir qué hacer con el presidente depuesto, que se encontraba detenido en una base naval del Caribe venezolano. Mientras deliberaban esos nobles señores sobre si al Comandante lo debían fusilar o si debían mantenerlo con vida, pero en el exilio o encarcelado, andaban por allí los mozos del Palacio sirviendo café, atendiendo al servicio como de costumbre. Los golpistas hombres de la oligarquía venezolana y representantes del poder económico foráneo, todos muy bien nacidos y educados jamás se percataron de la presencia de los servidores; de hecho jamás los vieron, aunque los mozos entraban y salían constantemente del recinto. Eran invisibles, eran despreciables, pero escuchaban. Escuchaban alto y claro, y uno de esos mozos oyó que a Chávez lo iban a fusilar; de inmediato hizo correr la noticia fuera del Palacio, hasta que esta llegó a los funcionarios que eran leales a Hugo Chávez y, de ahí, a los cerros (o villas miseria), donde habitaba el grueso de las clases populares caraqueñas. El resto de la historia es bien conocida: el golpe terminó fracasando, Chávez fue liberado y reasumió el mando de la Revolución Bolivariana que hoy le toca continuar al liderazgo colectivo encabezado por Nicolás Maduro.


También son harto conocidos esos experimentos sociológicos realizados por profesores universitarios, en los que se suelen «disfrazar» de barrenderos y recolectores de basura, con el único fin de comprobar que pueden así desplazarse por el campus sin ser notados en absoluto por sus privilegiados alumnos. Es la incapacidad de mirar hacia abajo, la imposibilidad del gesto solidario que supone el decirle las buenas tardes al que está presente pero se elige ignorar. Es la perspectiva de clase a la que nos referimos y que no les permite a muchos intelectuales, algunos de altísimo vuelo y otros no tanto, entender que esto es una auténtica revolución. Nunca miran hacia abajo. Jamás los ignoraron desde arriba.

Millones inundan hoy las calles de Caracas, de otras ciudades de Venezuela y del mundo entero. Lo hacen para despedir a Hugo Chávez, el Comandante que los visibilizó, les dio entidad y un lugar en la sociedad que les había sido negado históricamente. Ya no son invisibles y ahora toman las calles para decir que son Chávez... ¡ellos mismos! ¿Cómo dudarlo? ¿Cómo dudar que Hugo Chávez es ese adulto mayor que aprendió a leer tras una vida en tinieblas, ese enfermo que por fin se encontró con el médico, ese anciano que pudo jubilarse y vive, ese niño que ahora come tres veces al día, juega y va al colegio? Cómo no preguntarse, finalmente, que si esto no es revolución, ¿la revolución dónde está?
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