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Vieja concheta de mierda, gorila y cipaya

Andonaegui y Echeverría, en plena zona concheta de Villa Urquiza. Espero el 108 acompañado por dos obreros de la construcción recién salidos de la obra, rumbo a sus casas con el característico bolsito bajo el brazo. En pleno mediodía infernal de enero hay en el cielo un sol para cada cristiano y nos apretujamos en la estrecha sombra que da el muro. Como el colectivo venía tardando demasiado, me quedé allí cual blanco fácil para el gorilaje del barrio y, como no podía dejar de ser, ya que soy un auténtico imán para reaccionarios de la clase media contrafrente porteña, a los pocos minutos fui abordado por unos de esos simios: una señora que, como supe más tarde, tenía 82 pirulos. Se acercó con el clásico «qué calor, ¿no?».
— Sí —le digo—, un calorcito lindo.
— En este país —me dice ella, y ya con «en este país» veo de entrada por dónde va a derivar la charla— en este país si no te morís de insolación te morís de neumonía.
— Tampoco es para tanto, señora. Dentro de todo tenemos un clima muy saludable. Ya lo ve: ni calor ni frío extremos.
— Sí —replica ella—, pero seguro te morís de un tiro. Con la inseguridad como está...
— A mí nunca me pegaron ningún tiro, por suerte.
— Pero está muy peligrosa la calle. Y la culpa la tenemos nosotros mismos.
— ¿Nosotros? Mire, señora, yo no soy delincuente ni jamás le robé a nadie. No tengo culpa de nada.
— No lo digo por eso, mi hijo. Lo digo porque no sabemos votar. Tengo una amiga que siempre vota en blanco y yo la reto, porque el voto en blanco siempre favorece al que va ganando. Siempre favorece al más corrupto.
— En realidad —corrijo yo, con esa paciencia que solemos y debemos tener con las abuelas—, el voto en blanco se considera un voto válido y se consigna como tal en el cómputo general.
— ¡Es lo que yo digo! No entiendo cómo no le explican eso a la gente. ¡Tienen que votar al que va perdiendo, así cambiamos las cosas!
— ¿Pero quién va a explicar? A la prensa sólo le interesa el amarillismo, infelizmente.
— Ah, exclama ella con sorpresa, vos sos de «esos»...
— ¿De esos?
— Sí, de esos que cuestionan al periodismo, de esos que no quieren ver la verdad.
— ¿La verdad? ¡Si Clarín miente! —digo morbosamente, sólo para ver su reacción.
— ¡Ah! ¿Vos sos K, entonces? ¡Lo sabía, están por todas partes!
— Más K que la undécima letra del abecedario, señora, por la gracia de Néstor.
— Pero escuchame una cosa, querido. Escuchame a mí que tengo 82 años y sé como son las cosas: van a caer pronto (con el tono de voz en aumento a medida que subía el nivel de odio), la «señora» se va a morir y explota todo...
— Tengo entendido que la «señora» está muy bien de salud y es unos 20 años más joven que usted. No creo que se muera pronto. ¡Si usted está vivita y coleando, mire qué maravilla! Ella también va a llegar, está bien cuidada.
— No dudo que esté bien cuidada —escupe ella con los ojos ya desorbitados—, con todo lo que se roban debe tener los mejores médicos del mundo al pie da la cama.
— No me consta que roben nada. Salvo Felisa Miceli, no hay un solo funcionario del Gobierno condenado por corrupción.
— Pero mira a tu alrededor, criatura: ¡estamos peor que nunca!
Confieso que iba a contestar como siempre, con el consumo récord, las paritarias, el pleno empleo, las jubilaciones y todo lo demás. Pero no tuve tiempo de hacerlo. Aquí la charla tomó un giro mágico y me regaló uno de esos momentos únicos para cualquier militante que se precie de serlo: para mi inmensa sorpresa, fui interrumpido por uno de los dos obreros que escuchaban la discusión hasta entonces en silencio. El hombre joven, de unos 40 años, fue directo al punto y no dejó dudas:
— ¡Mejor que nunca! Estamos trabajando, tenemos trabajo todos los días de la semana. ¿Cómo vamos a estar peor que nunca?
Luego de un momento de estupor (mío y de la señora), la vieja perdió lo poco que le quedaba de razón y pasó a dirigirse a los gritos directamente a los obreros. Les escupía de lejos y el sudor le brotaba de la frente como las Cataratas del Iguazú:
— ¡No lo escuchen! ¡No lo escuchen! ¡Él les quiere lavar el cerebro a ustedes! ¿No lo ven? ¿No ven que es de La Cámpora?
— Pero si ni lo conocemos, señora —contestó el trabajador. Al parecer la señora creyó que estábamos juntos o que habíamos charlado antes de su llegada—. Nunca hablamos con él en la vida...
— Y además, muchachos —intervengo yo, ya con ganas de apagar el fuego con mucha nafta—, además ahora ustedes pueden llegar a sus casas y mirar los partidos de fútbol gratis (noté oportunamente que ambos vestían camisetas y gorritas de equipos de fútbol y supuse que apreciaban el deporte bretón). Antes tenían que pagar o ir a un bar, ahora pueden ver el fútbol en casa y sin poner un peso, ¿no es cierto?
— Es cierto.
— A mí no me van a lavar el cerebro —grita la vieja, ya desesperada.
— No le quiero lavar el cerebro ni mucho menos, señora. A decir verdad, no deseo ni siquiera seguir hablando con usted porque usted es gorila.
— ¿Cómo gorila? ¡Soy de izquierda, siempre voté al Partido Socialista!
— Por eso mismo, gorila. El PS es de lo más gorila que hay en este país. Gorilas de Braden. Usted seguro se acuerda del bueno de Braden, tiene edad para ello.
— Bueno —retoma ella, ya viendo que todo estaba perdido, que había sido por mi desenmascarada sin pena ni gloria—, a lo mejor soy gorila, pero ustedes van a caer. No hay dictadura que dure para siempre. ¡Van a caer!
— Dígame una cosa, señora: ¿quién es su candidato?
— No tengo candidato, pero ya va a aparecer alguno.
— Bien. Mire: hace diez años que no tienen candidato y hace diez años que vienen diciendo que esto se cae. Vaya y consígase un candidato urgente, porque si no lo hace la vamos a volver a vapulear el 2015. Al igual que en el 2003, el 2007, el 2011...
Esto fue demasiado para la pobre anciana. Nos dio la espalda y cruzó la calle mientras masticaba su odio. A los cincuenta metros se detuvo y se puso a rosquear con un vecino, señalándonos con el dedo desde lejos. Seguro que hablaba de nosotros, denunciando la presencia de la «lacra K» en el barrio. Al ver tal comportamiento macartista, no me contuve y, aún siendo comunista, por la gracia de Stalin, levanté los dedos en V y me puse a cantar la marcha peronista para que ella viera y oyera. «Ya que estamos en el baile…», pensé. Por fin pasó el 108 y nos subimos los tres en silencio. Pero ese silencio pronto fue quebrantado por el segundo obrero de la construcción, un hombre algo más joven que el primero. Hasta entonces no había dicho palabra, pero se asomó a la ventanilla del micro y gritó a pleno pulmón, mientras pasábamos por donde la vieja aún rosqueaba enfurecida con el vecino incauto:
— ¡Chau, gorila!
Y estallamos, finalmente, los tres en una deliciosa risa nacional y popular.


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