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¡Aquí no veo a ningún Dios! (Houston, tenemos un problema)

Por Palermo Bronx

Un día como hoy, hace ya medio siglo, el cosmonauta Yuri Gagarin se convirtió en el primer hombre en el espacio exterior, a bordo de la nave soviética Vostok 1. Esta maravillosa e inolvidable hazaña fue el más fuerte de los tres grandes cachetazos propinados por los soviéticos a la prepotencia de los Estados Unidos en la carrera espacial, una disputa que caló hondo en las conciencias durante los años '50 y '60: cuatro años antes, en 1957, el socialismo soviético había sido pionero al lanzar el primer satélite artificial de la historia (el Sputnik) y también el primero en conseguir que un animal vivo —la perrita Laika, que desafortunadamente cayó en el cumplimiento de su misión— orbitara la Tierra. Pese a la millonada invertida en el proyecto y a la alardeada superioridad del Occidente capitalista sobre la URSS, la verdad es que el Tío Sam fue siempre un segundón en todo lo que atañe a menesteres espaciales. He aquí tres regalitos más del comunismo internacional a la humanidad, que valen la pena recordar en el día de hoy.


Pero la fiesta no puede ser completa, porque mientras se conmemoran los 50 años de la conquista del espacio por un lado, por otro habrá los que seguirán replicando hasta el cansancio con el recuerdo de la caída del Muro de Berlín, la Perestroika, la Glásnost y la sucesiva y traumática desintegración de la URSS, es decir, las famosas «pruebas irrefutables del fracaso del comunismo». Aunque a primera vista no lo parezca, también aquí está puesta de manifiesto la diferencia sustancial que hay entre socialistas y capitalistas: mientras los unos celebran con alegría la construcción y el nacimiento, optimistas incorregibles que son, los otros festejan y no ven más que destrucción y muerte allí donde debió haber vida. En esta antinomia, que también parece ser irrelevante a la observación más superficial, está encerrada toda la Guerra Fría, un conflicto que no hubiese sido, si no existiera asimismo la feroz reacción del capitalismo ante la revolución bolchevique que «amenazaba» con liberar a los pueblos de sus garras. Es importante recordarlo también, ahora y siempre, porque es precisamente en el marco de esa Guerra Fría donde se inscriben las más grandes hazañas de la humanidad en su carrera espacial, como la del tripulante solitario de la Vostok 1, que con mucho orgullo celebramos este 12 de abril.


En aquél lejano 12 de abril de 1961, en cambio, lo vimos a Gagarin allá arriba. Como nuestro héroe falleció pocos años después en un infeliz accidente aéreo (murió en su ley), ya nadie le podrá preguntar si pensaba o no en todas estas cuestiones más bien terrenales de guerras y antinomias, al mirar hacia abajo y exclamar: «¡La Tierra es azul! […] Hombres del mundo, cuidemos esta belleza, no la destruyamos». No es posible saber tampoco si Laika vio lo mismo que él, sin tener conciencia de qué se trataba todo aquello, en su inocente privilegio perruno de ser la primera. Constituye, por fin, también un misterio si la brillante constatación de que en el espacio «no hay ningún Dios» pertenece a Nikita Jrushchov (el que a Richard Nixon le puso un dedo en la cara), que allí nunca estuvo, o si es una más de las oportunas observaciones de Gagarin. Lo que sí se sabe es que todo esto ocurrió de verdad, que estos episodios son parte del patrimonio cultural, científico y tecnológico de la humanidad —hechos indelebles e indudables, por supuesto— mientras que el supuesto alunizaje de Neil Armstrong en 1969 sigue y seguirá siendo motivo de apasionadas controversias.

La puesta en escena de Armstrong y compañía conduciría, sin embargo, a una reflexión aparte. No es tiempo ni lugar para esa clase de reflexiones. Es mejor celebrar este 12 de abril con una deliciosa anécdota, con uno de aquellos mitos que poblaron la cultura de los años '60 y que subsisten hasta el presente. Es la bien afamada leyenda de la lapicera espacial.

Al parecer, la NASA (Administración Nacional de Aeronáutica y del Espacio de los Estados Unidos, por sus siglas en inglés) se había gastado buena plata para desarrollar una lapicera que funcionara en las condiciones de falta de gravedad, o un súper bolígrafo que se pudiera utilizar «así en la Tierra como en el cielo». Como es de suponerse, la tinta de una lapicera esferográfica desciende de manera continua hacia la punta de la misma cuando existe gravedad, cosa que, claro, no sucedería fuera de la atmósfera de la tierra. Resulta que después de lograrlo, es decir, cuando finalmente llegaron a desarrollar dicha birome, no se les ocurrió mejor idea a los orgullosos estadounidenses que enviarles un ejemplar de su genial invento a sus colegas soviéticos, que trabajaban por ese entonces en el cosmódromo de Baikonur, en Kazajstán. Debidamente acompañado el regalo por una carta, que pudo haber sido escrita en los siguientes términos:
«Estimados colegas: No desconocemos las limitaciones tecnológicas que padecen en la URSS, ciertamente impuestas por la pobreza de su sociedad comunista. Para contribuir a que puedan salvar dichas limitaciones, les enviamos el resultado de nuestras más recientes investigaciones. Este maravilloso bolígrafo nos ha costado un millón de dólares, ¡pero funciona a gravedad cero! Qué lo aprovechen».
Ante tan torpe provocación, la respuesta soviética pudo haber sido lapidaria:
«Camaradas americanos: Muchas gracias por el presente, es realmente un fascinante accesorio. Con todo, un millón de dólares nos parece un poco caro por una lapicera. Aunque no somos tan pobres como Uds. creen, aquí en Baikonur somos hombres muy prácticos y seguiremos equipando a nuestras tripulaciones con un lápiz. Es más barato, de fabricación local y también funciona en el espacio».
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