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El hombre que fue y las masacres que ya no serán

Por Palermo Bronx

Además de toda la conmoción y la ya tradicional búsqueda de un chivo expiatorio que nos permita volver a dormir tranquilos, después de otra larga jornada en el curso invariable de nuestras vidas tristemente organizadas, la reciente masacre de un grupo de estudiantes en un colegio de Río de Janeiro ha vuelto a suscitar las más distintas cuestiones sobre cómo prevenir que holocaustos de este tipo sigan ocurriendo mientras pagamos nuestros impuestos en tiempo y forma y miramos la televisión en la comodidad de nuestros hogares. En tierras cariocas ya se habla de la necesidad de brindar mayor contención a niños y jóvenes con problemas de integración, los famosos «inadaptados de siempre». Entre carnaval y fútbol, en el gigante del Cono Sur han finalmente descubierto la pólvora. Y aunque en Latinoamérica no estemos acostumbrados a este tipo de violencia, por lo masivo y lo brutal del caso, los precedentes de carnicerías similares ocurridas en Estados Unidos y Europa (que normalmente han tenido también lugar en el ámbito escolar, sin que esto constituya ninguna casualidad) hacen que empecemos a verle las orejitas al lobo. Al fin sucede: nos hemos contagiado de la locura homicida del Norte. Pero, ¿a qué se debe semejante mala leche? ¿Es posible evitar que se repitan otros Columbine como el que ha ocurrido esta semana?


Es muy triste, pero parece que lo de la mala leche va en serio y que es difícil evitar que episodios como el de la escuela Tasso de Silveira vuelvan a ocurrir en el momento y lugar menos pensados. Toda la contención que se quiera y se pueda ofrecerle a un adolescente psicópata, para que un buen día este no entre disparando a un aula repleta de criaturas, es inútil. La prueba de ello es la misma reiteración de los casos, aparentemente no relacionados entre si. Nadie se atreve a dudar de la seriedad que dedican al asunto los expertos en el tema en los Estados Unidos y sin embargo, las masacres allí ocurren con más frecuencia que en cualquier otro sitio.

Entonces no cabría ya preguntarse «si» se puede evitar las masacres, sino más bien «por qué» no es posible hacerlo. En todo caso, cualquier búsqueda de respuestas tendría necesariamente que pasar por un análisis meditado de las condiciones reales de la sociedad, que a su vez permita la formulación cuestiones más primordiales. Es importante entender por qué la producción de chiflados en los tiempos que corren va en aumento, ya que por otro lado no es posible prever cuál de esos loquillos va a irrumpir en un colegio a jugar al tiro al blanco, ni cuándo. No será ninguna sorpresa si se llega a la conclusión de que, en vez de «contener» a los psicópatas, que se multiplican como conejos y al parecer siempre se las ingenian para obtener las armas que los vuelven peligrosos, más vale cortar el mal de raíz, deteniendo la fabricación en serie de esos potenciales asesinos masivos.

Pero esta es una conclusión a la que no desean llegar aquellos que sostienen, que legitiman y que bendicen el sistema corruptor de conciencias que actualmente distorsiona las relaciones humanas, es decir, el capitalismo. Es que para evitar que se sigan multiplicando los inadaptados, los autistas sociales y los psicópatas, primero habría que modificar las condiciones de desigualdad material que son la esencia de nuestra sociedad burguesa. Naturalmente, la desigualdad no conduce a la solidaridad, ya que esta sólo es posible entre pares. No, la desigualdad impone (además de la caridad, la limosna de la hipocresía cristiana) la competencia: desde la escuela aprendemos y jamás olvidamos que nuestras relaciones se resumirán en ganar o perder, en ser mejor que el otro y sacar los réditos, o no serlo y sufrir las consecuencias. Ni bien terminamos de memorizar el «yo, me, mi, conmigo», el abecé del egoísmo clásico, y ya somos arrojados a una lucha a brazo partido para la cual no todos estamos preparados, a la cual unos cuantos no resistimos y ante la cual algunos finalmente nos quebramos, terminando por sucumbir estos últimos a las llamadas enfermedades sociales. Son precisamente estos «perdedores» —de no ser forzados antes al suicidio o a la sobredosis, a raíz de las muchas vejaciones sufridas a manos de los «ganadores»— los que luego vuelven al colegio, ingresan bajo cualquier excusa y abren fuego en un aula poblada de niños.

Todo esto es de muy fácil comprensión y tiene que ver con la observación de los fenómenos sociales. Sin embargo, la prensa amarillista y burguesa, cuya tarea incluye esencialmente observar e interpretar esos fenómenos, nunca se entera de nada. Al pertenecer a la categoría de los que legitiman el sistema, en un caso como el del colegio Tasso de Silveira la prensa no hace más que ventilar supuestas vinculaciones del asesino con tal o cual secta, detalles más bien morbosos sobre su carácter retraído y hasta taciturno, problemas familiares, sexuales, drogadicción… ¡Cortinas de humo! ¡Quieren hacer pasar los síntomas por diagnostico! No tocan el tema de fondo porque, de hacerlo, tendríamos que replantear toda la sociedad desde la base, pero es bien sabido que el mercado gobernante, más allá de su conservadurismo, necesita ganadores que produzcan y perdedores que consuman, estos en el afán de ser como aquellos mediante la fantasía de «tener sin ser», el prosaico fetiche de la mercancía. Y la sociedad los forma a medida y se los sirve en bandeja. Para lograrlo, tiene por instrumentos la escuela y la superstición.

Pues bien, así estamos formados los hombres de la hora, con todas las locuras y las vicisitudes inherentes al sistema que nos educa y nos contiene. Pertenecemos a esto y no podría ser de otra forma, ya que estas son las condiciones objetivas y subjetivas que hemos encontrado al momento de nacer, las que hemos heredado, si se quiere. Pero el hombre del momento es el «hombre viejo», producto de una sociedad igualmente arcaica y con muy desiguales condiciones materiales y, en tanto no logremos modificar la estructura, socializando los medios de producción que hoy por hoy se encuentran en manos de unos pocos, no podremos asimismo cambiar la superestructura, o en una palabra, la política, la moral y las relaciones humanas. Este cambio es necesario y no se consigue sino mediante la revolución; y es que sin el cambio tampoco será posible engendrar un «hombre nuevo» que no padezca de las enfermedades del presente y que por ende no tenga que llorar nunca más la muerte de una docena de criaturas a manos de un asesino en masa, víctimas y victimario, victimarios y víctima, todos ellos mezclados y signados por la misma suerte de vivir en una sociedad que pertenece al pasado y que no aún no pudo conocer el amor.

Decía el «Che» Guevara, a propósito de la tarea revolucionaria llevada a cabo por los guerrilleros de Sierra Maestra: «En la actitud de nuestros combatientes se vislumbra al hombre del futuro». Nacía así la versión más bien acabada del hombre nuevo socialista soviético: el que no compite con sus pares, el que tiene la solidaridad por hábito y por segunda naturaleza, el que ve el éxito de la sociedad como suyo y trata de subsanar sus falencias para ser, ella y él, siempre a la par, cada día mejores en todos los aspectos. Es nuestro deber el seguir perfeccionando hasta realizar el prototipo de Lenin. Debemos por lo tanto derrotar al autismo social, al individualismo, al egoísmo y a todas las demás miserias que no corresponden al espíritu humano, porque son distorsiones provocadas por el modo de producción capitalista y agudizadas por el consumismo irracional al que estamos sometidos. Será durísima la lucha, no quedan dudas, pero también en el decir de Guevara se puede adivinar el futuro que se acerca, triunfante: «El camino es largo y, en parte, desconocido; sabemos cuáles son nuestras limitaciones pero haremos el hombre del siglo XXI: nosotros mismos».
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